BREVE NARRACIÓN #9
El reloj que olvidó el tiempo
En un pueblo donde los días duraban exactamente veinticuatro horas, había un reloj de torre que un buen día dejó de marcar las doce. Las campanas callaron, las agujas se cruzaron como cuchillos dormidos y el reloj, avergonzado, susurró: «He olvidado cómo se cuenta el tiempo».
Los aldeanos, alarmados, intentaron todo: lo desmontaron, lo aceitaron, le leyeron los manuales de época. Nada. El reloj solo repetía: «He olvidado cómo se cuenta el tiempo».
Una niña llamada Lila, que coleccionaba segundos perdidos en sus bolsillos, se acercó y preguntó: «¿Y si en vez de contarlos, los viviéramos?». El reloj parpadeó. Lila trepó al campanario y, en vez de arreglarlo, comenzó a narrarle un minuto cualquiera: el vuelo de una mariposa que se posó en la nariz del alcalde, el olor a pan recién hecho que llegaba desde la panadería, la risa de su abuela al recordar un chiste olvidado.
Cada historia era un segundo, cada recuerdo un minuto, cada sueño una hora. Las agujas del reloj no se movieron, pero el pueblo empezó a sentir que el tiempo no se había detenido: se había vuelto más grande, más tibio, más humano.
Al cabo de un año, el reloj dijo: «Ya lo recuerdo». Las campanas repicaron, pero nadie miró la hora. Desde entonces, en el pueblo, los relojes marcan historias en vez de números. Y si alguien pregunta la hora, se le responde: «Es el momento en que el viento trae olor a azahar».
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