BREVE NARRACIÓN #7
El Último Jardín de los Silencios
En lo profundo de una ciudad donde los edificios se alzaban como titanes de acero y los coches zumbaban como enjambres furiosos, existía un lugar olvidado: el Jardín de los Silencios. Nadie sabía quién lo había sembrado ni cuándo, pero sus flores de cristal seguían floreciendo bajo la luz de las lunas artificiales, y sus árboles de papel susurraban secretos que el viento olvidaba.
Una niña llamada Elara lo descubrió por accidente. Había seguido a un gato de pelaje nebuloso que se deslizaba entre las sombras de los callejones, sus ojos brillando como estrellas fugaces. El gato la llevó hasta una puerta oculta entre los restos oxidados de una estación de metro abandonada. Cuando Elara empujó la puerta, el ruido de la ciudad se apagó como si el mundo hubiera tomado una bocanada de silencio.
El jardín era un laberinto de luces azules y verdes, donde las mariposas de luz danzaban al ritmo de un viento que no existía. En el centro, una fuente de mercurio líquido vertía recuerdos en lugar de agua. Elara se acercó y vio reflejadas en su superficie las caras de quienes una vez habitaron la ciudad: un hombre que vendía poemas en vasos de cartón, una mujer que pintaba sueños en los muros, un niño que coleccionaba ecos.
—¿Quién eres tú? —preguntó una voz suave, como si las palabras fueran hojas secas.
Elara se volvió y vio a una figura envuelta en una capa de estrellas. Era el Guardián del Jardín, un ser que había olvidado su nombre pero recordaba cada historia que se había perdido en el ruido del mundo.
—Solo soy una niña —respondió Elara—. Pero aquí no hay ruido. Aquí… puedo oír mi propio corazón.
El Guardián sonrió, y sus ojos brillaron con la tristeza de mil inviernos.
—Este jardín es el último refugio de lo que la humanidad dejó atrás. Las flores son las palabras que nadie pronunció. Los árboles, los sueños que nadie soñó. Pero cada día, la ciudad se come un poco más. Pronto, no quedará ni el silencio.
Elara pensó en sus padres, siempre con auriculares puestos, siempre corriendo. Pensó en su escuela, donde los niños aprendían a gritar más fuerte que los demás. Pensó en su habitación, donde la almohada absorbía sus lágrimas como si fueran ríos invisibles.
—¿Puedo quedarme? —preguntó.
El Guardián negó con la cabeza.
—No. Pero puedes llevar una semilla. Plántala donde el ruido sea más fuerte. Tal vez, si crece, recordaremos que alguna vez supimos callar.
Elara tomó la semilla. Era tan pequeña que cabía en su palma, pero pesaba como un mundo. El gato negro la guió de regreso a la ciudad, donde las sirenas rugían y los anuncios gritaban.
Plantó la semilla en una grieta del asfalto frente a su casa. Cada día, la regaba con sus silencios: el silencio de su madre ausente, el silencio de su padre distante, el silencio de sus propios miedos.
Una mañana, una flor de cristal brotó entre el hormigón. Sus pétalos eran tan frágiles que parecían suspiros. La gente se detuvo. Al principio, se rieron. Luego, alguien se quitó los auriculares. Otro cerró el móvil. Un niño dejó de llorar.
El jardín comenzó a crecer en rincones imposibles: en los tejados, en los pasillos del metro, en los corazones de quienes olvidaron cómo se escucha.
Y cuando Elara volvió a la puerta oculta, el Guardián ya no estaba. Solo quedaba un letrero de papel: "El silencio no se guarda. Se siembra."
En la ciudad, los coches aún zumbaban, pero ahora, entre el ruido, había un susurro. Era el Jardín de los Silencios, floreciendo en cada alma que recordaba cómo se escucha el mundo.
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