BREVE NARRACIÓN #6


El jardín de las estrellas cultivadas


En el pueblo de Lucería, donde las estrellas se plantaban como semillas en los huertos, vivía una niña llamada Altea. Una tarde, encontró entre los pliegues de su abrigo una semilla de luz que parpadeaba como un luciérnaga dormido. La enterró junto a sus zapatos viejos y, cada noche, regaba el terrón con sus recuerdos más felices: el olor a pan de su abuela, la carcajada de su hermano, la primera vez que vio el mar. Las estrellas vecinas se asomaban curiosas por encima de los tejados, susurrando que algo extraordinario estaba por nacer.
Exactamente al séptimo amanecer, la tierra tembló suave y surgió una estrella diminuta, tan frágil que parecía hecha de polvo de luna. Tenía ojos de plata y una voz que olía a vainilla. —Gracias, Altea —dijo, inclinándose—. Tu alegría me dio alas. Recibe este destello: un hilo de luz que crece cuando se comparte. La niña, asombrada, guardó el regalo en su bolsillo, donde palpitaba como un corazón caliente.
Desde entonces, Altea recorría las calles al anochecer. Cuando alguien lloraba, ella sacaba el destello y lo dejaba posar sobre el hombre del doliente; al instante, la pena se ablandaba en recuerdos de ternura. El hilo se hizo tan largo que un día lo desplegaron de tejado a tejado, formando un cielo nuevo sobre Lucería. Y así, cuando los habitantes miran hacia arriba, ya no distinguen si las estrellas nacieron del suelo o del infinito: solo saben que nunca más volverán a estar a oscuras.

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