BREVE NARRACIÓN #3



La última lágrima de Lía

En el pueblo de Llovizna, las gotas golpeaban los tejados con tal constancia que los relojes se regulaban por ellas. Allí nació Lía, una niña de mirada húmeda que aprendió a caminar bajo un paraguas antes que a correr. A los siete años, descubrió su secreto: cuando sus ojos se llenaban, una sola lágrima bastaba para desgarrar el cielo gris y dejar escapar un haz de luz. Al principio, lo usó para jugar, llorando de rabia cuando no le compraban dulces y riéndose al ver correr a los adultos asombrados por el súbito sol. Pero pronto comprendió que cada lágrima arrancaba una nube de su hogar y la despedía para siempre.

Un invierno, la abuela de Lía cayó en cama, vencida por el frío que ni las estufas ni los abrigos lograban combatir. Los médicos dijeron que solo el calor de un sol constante podría devolverle la alegría. Lía, entonces, emprendió la tarea más difícil de su vida: llorar sin estar triste. Se sentó junto a la ventana de la habitación donde su abuela dormía y comenzó a revivir cada instante luminoso que habían compartido: la primera vez que horneó galletas con canela, la tarde en que tejieron una bufanda de mil colores, la noche en que las estrellas parecieron bajar a jugar en sus palmas. Las lágrimas no llegaban; sus recuerdos eran puro oro, y el oro no se disuelve. Fue entonces cuando Lía comprendió que el llanto no siempre nace del dolor: cerró los ojos, sonrió hasta que las mejillas le dolieron y, por primera vez, dejó escapar una lágrima hecha de pura luz.
Cuando la gota rozó el suelo, el cielo se abrió como una flor de fuego. Las nubes se disolvieron en un suspiro y el sol se asomó, gigante y dorado, sobre el pueblo que no lo veía desde hacía generaciones. La abuela abrió los ojos, sintió el calor en sus huesos y sonrió. Pero Lía, al mirar el cielo despejado, comprendió el precio de su regalo: algo dentro de ella se había secado para siempre. Nunca más lloró, ni siquiera cuando su abuela se fue un año después, ni cuando el pueblo, al fin acostumbrado al sol, olvidó la niña que había regalado el cielo.

A veces, cuando el atardecer tiñe las tejas, alguien jura verla sentada en la misma ventana, con los ojos secos pero brillantes, como dos luceros que guardan el recuerdo de la última lágrima que llovió.

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