BREVE NARRACIÓN #27
El Regalo del Ahora
En un pequeño pueblo costero vivía Clara, una relojera obsesionada con el tiempo. Cada mañana, antes de abrir su taller, ajustaba ciento veinte relojes diferentes, asegurándose de que cada tic-tac fuera perfecto. Los clientes llegaban con sus aparatos rotos, y Clara los arreglaba mientras les repetía: "El tiempo es oro, el tiempo es dinero, el tiempo vuela".
Un día de primavera, una niña llamada Luna entró al taller con un reloj de arena que su abuela le había regalado. El cristal estaba rajado y la arena se escurría por la grieta como lágrimas diminutas.
—¿Puedes arreglarlo, señora? —preguntó Luna—. Mi abuela dice que cada grano es un momento que no vuelve.
Clara tomó el reloj con sus dedos hábiles y lo estudió. Por primera vez en años, algo la detuvo. La arena que caía no hacía ruido, pero Clara sintió que cada grano era una respiración, un latido, un abrazo que alguien había dejado pasar.
—Ven mañana —dijo Clara, aunque no estaba segura de poder repararlo.
Esa noche, mientras trabajaba, Clara observó cómo la arena se filtraba entre sus dedos. Recordó cuando su propia hija, ahora adulta y lejana, le pedía que jugara con ella en el jardín. "Después", siempre decía Clara, "después de arreglar este reloj, después de terminar este trabajo". Y el después se había convertido en años.
Al amanecer, Clara no había dormido. Había intentado sellar la grieta con resina, vidrio, hasta con supersticiones, pero la arena seguía escapando. Cuando Luna regresó, Clara le tendió el reloj con la grieta intacta.
—No pude arreglarlo —confesó Clara, sus ojos enrojecidos—. Pero mira...
Clara volteó el reloj. La arena comenzó a caer nuevamente, pero esta vez desde el fondo hacia arriba. Cada grano subía en lugar de bajar, desafiando la lógica del tiempo.
—¿Cómo...? —susurró Luna.
—No lo arreglé —dijo Clara suavemente—. Solo lo entendí. La arena no marca el tiempo que se va, sino el tiempo que está aquí. Cada grano que sube es un segundo que estamos viviendo ahora mismo. No podemos atarlo, pero podemos sentirlo.
Luna tomó el reloj y lo sostuvo contra su pecho. Clara vio cómo la niña cerraba los ojos, sintiendo el ritmo de la arena que fluía al revés.
Desde ese día, Clara cambió su letrero del taller. Ya no decía "Reparación de relojes urgentes", sino "Taller del Presente". Los clientes llegaban con sus aparatos, y Clara les preguntaba: "¿Qué estabas haciendo cuando este reloj se detuvo? ¿Y qué harás ahora que sigue funcionando?".
Algunos se iban sin reparar sus relojes, pero con algo más. Clara empezó a cerrar el taller al mediodía para sentarse en la plaza con Luna, compartiendo helados mientras observaban a las personas apurarse por las calles. La relojera que antes contaba segundos ahora contaba risas, abrazos, y los rayos de sol que se filtraban entre las hojas.
Una tarde, cuando el sol se ponía y pintaba el cielo de naranja, Clara sintió algo que nunca antes había experimentado: el tiempo no se le escapaba entre los dedos. Se le asentaba en el pecho como un regalo caliente. El tic-tac de los relojes en su taller ya no era una carrera, sino un corazón colectivo que latía al ritmo del ahora.
Luna creció y se fue del pueblo, pero cada año regresaba con su reloj de arena. La grieta seguía ahí, un recordatorio de que la perfección no está en contener el tiempo, sino en sentirlo pasar. Clara, ahora con canas en el pelo, seguía enseñando a quienes entraban por su puerta que el presente no es un punto en una línea, sino un espacio infinito donde todo ocurre.
En su último día, cuando Clara cerró el taller para siempre, dejó una nota en la puerta: "El tiempo no se guarda, se vive. Cada respiración es un nuevo mundo. Cada abrazo, un universo entero. El regalo no es tener tiempo, es ser tiempo."
Y así, el reloj que no se arregló, arregló a la relojera. Porque a veces, lo que está roto nos enseña que el presente no es algo que perdemos, sino algo que somos, grano a grano, latido a latido, ahora y siempre
La verdadera riqueza no está en poseer el tiempo, sino en ser conscientemente el tiempo que se vive; pues cada instante vivido con presencia vale más que mil horas atadas al reloj.
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